Profesor

Quien me conoce sabe que no me gusta ser profesor. Nunca he tenido la vocación de enseñar sino de aprender. Siempre me ha fascinado escuchar a los demás y, como mucho, contar a otros lo que me acababan de contar a mí o lo que acababa de descubrir. Supongo que por eso me hice periodista antes que profesor. Lo de docente fue casi accidental, aunque luego descubrí que no era tan diferente: reúnes información y se la cuentas a una audiencia, me dije. Pero mi audiencia era de carne y hueso, casi siempre joven, mayoritariamente en idéntica prejuiciosa situación mental: el profesor es el enemigo, lo que quiero es aprobar y que me dejen en paz; la misma que yo tenía a su edad y muy parecida a la que muchos colegas de oficio tienen: el alumno es el enemigo, lo que tienen que hacer es aprobar y que me dejen en paz. Hombre, está la vanidad de creer que si un antiguo alumno llega a algo, tú has tenido algo que ver; al contrario que cuando tú llegas a algo, que casi nunca te acuerdas de ningún profesor.

Yo tardé muchos años en darme cuenta de que me crucé con algún buen profesor, y muchos más en darme cuenta de que la corrección de la media fue la que me amuebló académicamente la cabeza, y que incluso los profesores rematadamente malos me enseñaron espíritu crítico.

Antes de ser profesor "profesional", di multitud de cursos y conferencias a todo tipo de públicos y pensé que sería algo parecido. Pero no. Porque no tenía tiempo para darme cuenta de si me había cruzado con buenos alumnos. Para eso necesitas algo más que un par de días de seminario. Requiere al menos unas semanas, unos meses. Un buen alumno para mí no es el que estudia mucho o saca buenas notas, sino el que me enseña, el que me deslumbra, a veces en lo intelectual, pero sobre todo en lo humano, en la fuerza, en el hambre de vida, en la sensibilidad, en la mirada. Casi todos los años me cruzo con alguno. Y creo honestamente que es lo único verdaderamente interesante de ser profesor: encontrarlos.

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