Manifestaciones

Nunca me han gustado las aglomeraciones, no sé si algún antepasado mío murió linchado o arrollado por una masa, pero las concentraciones humanas, ya sean festivas, deportivas, políticas, religiosas o militares (éstas algo más) me ponen nervioso. Con la multitud desaparece el matiz, todo se hace simple, burdo y elemental, cuando no salvaje o tumultuoso. Miles de personas juntas se convierten en chusma o en manada casi sin previo aviso. Se contagian la risa, los gritos, el odio, la adoración, el fanatismo, el pánico, pero nunca el sentido común, nunca la reflexión. Y los que las manejan , tarde o temprano, se emborrachan de poder, incluso los más bienintencionados, no digamos los demagogos profesionales, los de fines inconfesables o los hijos de puta, por citar algunos ejemplos, que siempre quieren obligar a alguien a hacer algo, porque hay un tropel jaleante al que pueden azuzar.

Comprendo que a otros les encante formar parte del séquito, de la hinchada, del cortejo o de la tropa. Qué le voy hacer, la única cola en marcha que soporto con gusto es ante una urna. Si no pudiera votar, la cosa sería distinta. Pero mientras tanto...

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