Despido libre y cambio de cultura

Que un empresario, Adolfo Domínguez o cualquier otro, esté a favor del despido libre (entiéndase gratuito, porque libre ya es) resulta tan comprensible como que un trabajador esté en contra. Formarse una opinión ideológica es igual de sencillo: sólo hace falta pensar en un empresario explotador o en un empleado vago. Los arquetipos simples ayudan a construir el discurso y además en este caso el arquetipo nacional también contribuye: los españoles somos un desastre, necesitamos normas que nos impidan en un calentón liarnos a jamonazos, nos encanta la autoridad para abusar de ella y somos los campeones del escaqueo. Tópicos, tópicos y más tópicos.

Lo malo es que los empresarios explotadores o las grandes empresas ya tienen recursos suficientes para despedir a quien quieran cuando quieran. Y los que no son explotadores o las pymes sólo tienen dificultades para despedir si han sido incapaces de provisionar las indemnizaciones pertinentes. De modo que el despido libre o más barato no cambiaría demasiado las cosas. Salvo en la Administración, pero ese es otro tema.

Que la economía española viva una suerte de caída libre sólo tiene dos vías de solución: o trabajamos como chinos (es una manera de hablar, en realidad habría que trabajar como los de Singapur), es decir, bajos salarios y alto rendimiento, o como suizos (si lo prefiere, como estadounidenses, suecos, daneses, alemanes o finlandeses), o sea, con valor añadido. También podemos plantearlo en términos de fabricación o creación.

Aunque se puede enfocar el asunto de otra manera: o emprendemos o nos emplean.

E incluso, utilizando un ejemplo que España conoce bien, podemos ser un país de promotores/especuladores, constructores/ingenieros o de fontaneros/electricistas/encofradores. Todos los trabajos son igual de dignos (bueno, el de especulador algo menos) pero para la riqueza de un país no es lo mismo ser los mejores promotores, los mejores arquitectos o los mejores albañiles del mundo. Y en algo hay que ser los mejores.

Internacionalmente se sabe que la flexibilidad laboral incrementa la competitividad, pero también la ausencia de especulación, la reducción de la burocracia y, naturalmente, la innovación tecnológica y la investigación científica, es decir, la calidad en la educación superior. Y todo esto está muy bien pero choca de pleno con la cultura del Pocero o del Hidalgo, la cultura de funcionario o el trabajo fijo (que no es fijo, sino indefinido), la cultura del monto un bar y voy tirando, del que inventen ellos, del monopolio o el trato de favor, de la subvención y el clientelismo con la Administración de turno, la de la Universidad de pacotilla y saldos... En una palabra, la clave es la cultura.

Sólo una reflexión más: si en las épocas del dinero fácil cada español que se ha hipotecado a 30 o 50 años una media de 200 ó 300.000 euros hubiera dedicado ese dinero a la creación de riqueza (algo impensable porque los bancos tampoco se lo prestarían, ¡qué riesgo!) a lo mejor ahora tendrían una casa mejor y más barata y España no estaría en el ranking 33 de los países más competitivos del mundo, según el Foro Económico Mundial.

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