Vivir con la mala leche

Vivir o trabajar con alguien que permanentemente está de mala leche resulta agotador. Al individuo en cuestión le sobran los motivos para dar portazos, colgar el teléfono a golpes, gritar o, peor aún, callarse con cara de te voy a matar. No importa demasiado qué se lo provoca. Se ha convertido en un enfadado constante con el paso de los años, un frustrado que responsabiliza al mundo de todo lo que le molesta, de todo lo que es o no ha podido ser, un resentido agraviado que ya sabe de antemano por qué tú y el resto de la humanidad se va comportar de tal forma que él sea la víctima. Y no lo va a consentir. Bueno es él. A él no le pisa nadie. Ni el camarero, ni el de la cola, ni la mujer ni el marido, ni el funcionario ni el que no arranca en un semáforo. Vamos. Hasta ahí podíamos llegar.

Hay quien mantiene la teoría de que si no explotan acabarán por sufrir una úlcera. Y prefieren generársela a quienes le rodean. Claro que también a ellos mismos, porque el cabreado no descarga su tensión, eso es una leyenda, en realidad la recarga y la sobrecarga cada vez que gruñe, riñe y critica. El estómago se encoge, el corazón se acelera, la cabeza estalla. Y un día revientan.

Pero mientras tanto han apartado de su alrededor a cuantos le han conocido bien e incluso le apreciaron inicialmente. Al fin y al cabo, esos tipos parecen al principio gente con mucha personalidad, a veces hasta simpáticos con su ironía o inteligentes con su sarcasmo, pueden aparentar ser líderes o poderosos y esto resulta atractivo para algunos durante un tiempo. Después se hacen insufribles, a veces lentamente, con el retorcimiento del torturador psicológico, otras de golpe, aunque haya petición de perdones. Unos logran atrapar a su víctima, como los maltratadores domésticos, otros se convierten en el calvario redentor de personas de buen corazón que no quieren abandonarlo porque piensan que en el fondo no es malo y ven cómo se está quedando solo.

Algunos disparan ataques de ira sólo en un ambiente, en casa, no en el trabajo, o viceversa, y ante los demás muestran una cara amable que a quien le conoce de verdad le estremece. Otros la reservan, creen ellos, como arma estratégica, en forma de amenaza, de chantaje, de morros, para conseguir que los demás cambien, que hagan "lo que deben". Si les funciona, bien. Y si no les funciona, pues mejor, más razón para el enfado. De un modo u otro, a todos se les va metiendo en la sangre como un veneno. Ellos se creen los agraviados y por eso están a la defensiva, pero en realidad son atacantes, matarifes de la creatividad, del cariño, de la colaboración.

Lo malo es que todos nos enfadamos. Empiece a valorar si no son demasiadas veces.

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