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Las series de nuestra vida

Para la preparación de unas clases, una colega me pidió el nombre de las diez mejores series de la historia de la televisión. Me resultó imposible decir diez, en realidad fue como si se me hubiera disparado un mecanismo de verborrea irrefrenable y empecé a disparar títulos como una metralleta. Mi reacción me hizo tanta gracia que empecé a preguntar a amigos en persona, en Facebook y en Twitter y no me atreví a hacerlo en LinkedIn, en Plaxo o en Xing por aquello de no convertirme en un tabarras. Seguro que simplemente al leer esto le puede estar pasando a usted algo parecido. Pero voy al grano. En un pispás han salido 97 títulos, a bote pronto, si reflexionar demasiado, y podrían haber salido muchísimos más. Los finalistas, por culpa de los empates, no serán 10 sino 13 series, pero es igual, que al fin y al cabo esto no pretende ser más que un divertimento. Y el resultado de tan interesante investigación con algo más de una treintena de colaboradores ha sido: Empatados a cuatro puntos:

El éxito en Internet

Tengo una amiga a la que le encanta que la despierten metiéndole mano . Como es muy guapa, le sobrarán despertadores espontáneos, pero si alguien se siente tentado no debe precipitarse, porque Facebook le ofrece otras 27.000 personas que dicen públicamente lo mismo, así que hay para escoger. El que logró colocar la frase como grupo en esta red social sólo ha escrito dos mensajes en su "muro": el primero para explicar la idea y el segundo para festejar que eran más de 16.000. Después se aburrió o se asustó de su éxito, vaya usted a saber. Más de seiscientos mil individuos dicen " Yo también escribí un vidrio empañado " (sic). Más de cinco millones y medio se han sumado a " Six Degrees Of Separation - The Experimen t" y otros dos millones a su versión en español "Experimento: Seis Grados de Separación". En cambio, unos que querían juntar "Un millón de usuarios por la legalización de la marihuana" no llegan a 58.000. Está claro que tienen

Robots gigantes invaden Montevideo. Es posible.

No conozco a Fede Álvarez Mirate , el director de este corto en el que unos robots gigantes invaden Montevideo. No sólo me ha gustado el trabajo, sino que me ha encantado que alguien haya pensado que es posible. No lo de los robots, sino que los creadores piensen en grande aunque sea en corto, perdón por el juego de palabras. Que piensen que un trabajo que no se produce para un circuito comercial puede ser divertido, espectacular, bestial. Que los pocos medios no sean la excusa para las temáticas intimistas y deprimentes, con poca luz, lentas y sobredialogadas, que se puede parir una idea aunque no sea el colmo de la originalidad ni la trascendencia, ni eros ni tanatos, ni lo obviamente correcto. Hay tanta gente queriendo hacer productos audiovisuales autolimitándose o disculpándose por no disponer de suficiente dinero, de suficiente tiempo o de suficiente tecnología que se olvidan de que la creatividad, el trabajo y el atrevimiento pueden lograr cosas increíbles. No sé quién es Álvar

Seguridad privada, seguridad pública

La crisis de los secuestros en las aguas de Somalia está poniendo de actualidad el viejo debate entre seguridad privada y seguridad pública. Los barcos son privados. Sí. Pero eso no significa nada. Los intereses de las empresas que operan en escenarios internacionales se confunden con los intereses de sus países. Misiones diplomáticas y comerciales van de la mano, los mandatarios abren mercados a cargo del erario público, los gobiernos firman convenios bilaterales de carácter estrictamente mercantil, se facilita la instalación de fábricas privadas, determinados sectores se consideran estratégicos aunque los protagonistas tengan consejos de administración multimillonarios o accionistas de todo pelaje, la sanidad pública y el negocio farmacéutico privado se entrelazan, y casi todas las guerras han tenido desencadenantes económicos e intereses particulares en los orígenes, en la destrucción y en la posguerra. El carácter privado de los barcos no tiene por qué implicar su protección priva

Noticias inconexas

Imagine que usted puede ver y escucharlo todo, sin dejar rastro, con total impunidad, incluso aunque le resulte imposible o ilegal utilizar abiertamente la información que obtiene, simplemente por saber, como el Gran Hermano. Quizá empezaría por curiosidad, después tal vez por aprovechar oportunidades, más tarde directamente por dinero, pero al final, de forma inevitable, sería siempre por poder. El poder de saber lo que no deberías, o lo que nadie imagina que sabes. Al margen de la profesión que uno ejerza, sea policía, segurata o detective, periodista, sociólogo, psiquiatra o simplemente cotilla, una persona es una persona, con debilidades comunes a todo el género humano. Queremos enterarnos y si es gratis, facilísimo, impune y anónimo, la tentación es irresistible a poco que el objeto espiado sea de nuestro interés. El Estado, como cualquier otra organización humana, depende en última instancia de los individuos que ejercen el poder en su nombre. Si existen sistemas de información

Olé por los viejos

Hace unas temporadas que echo un vistazo a los resultados de la marathón de Nueva York con una morbosa intención: ver los tiempos de los corredores de más de setenta u ochenta años. En la carrera del domingo pasado, llegaron a la meta 12 octogenarios, incluidas 3 mujeres, el más rápido lo logró en 4 horas y 58 minutos, el más lento utilizó 8 horas y 2 minutos. Yo no soy capaz de correr más de quince o veinte minutos y no más de 3 kilómetros. Pero está claro que esto se debe a que soy pequeño. Cuando crezca, dentro de 30 o 40 años, espero parecerme a uno de estos superhombres. Aunque en realidad me conformaría con estar vivo. Eso sí, tan vivo como ellos, con las mismas ganas, la misma voluntad de hacer lo que me guste, aunque no sea correr; me valdría reír, o cantar o andar detrás de esas chavalas de setenta o de ochenta tan bien conservadas como Bertha, Joy y Yolande, 81, 83 y 84 abriles respectivamente, capaces de darle a las zapatillas de ese modo tan sobrehumano. Y es que en una de

Una noche adolescente de principios de los 80

Casi me metía en la piltra sin sacarme los playeros. Eran las cuatro o las cinco de la mañana y siempre llegaba sobado y con los oídos pitando. Toda la tarde de garimbas, en tascas petadas, soportando al julay de Chisco, el único que iba todo maqueao, y a la lercha de su piba, una grillada del pop blandito que nos miraba de esguello porque no bailábamos al ritmo de cualquier canción pija, para ella supongo que éramos unos marulos, menos su churri, claro. Aunque latáramos a clase, casi siempre había que ir a esperarla a la salida de pasantía y como andábamos mal de guita al final quedábamos por donde siempre: primero un voltio por el centro, después la Estrella, la Franja, Los Olmos y, ya de noche, Ciudad Vieja y el Orzán. La verdad es que cundía porque, mientras ellos dos básicamente se morreaban, los demás nos tajábamos un montón y nos dedicábamos a nuestro deporte preferido: comentar que si mira esas bufas, que si qué bul, mimá, que si esa es más fea que un crollo, que mira qué piñat